En el día de hoy, 24 de marzo, se cumplen 37 años del asesinato de Monseñor Oscar Arnulfo Romero. El pueblo salvadoreño lo concibe como el Padre de los pobres, el hombre-profeta, defensor de los derechos humanos, que enfrentó, sin miedos, con la luz del Evangelio, el mal de las tinieblas. Para llegar al martirio, Monseñor Romero, vivió su propio proceso. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo” (Jn 12,24).
No ignoraba la situación de represión social de su pequeño país. Pero se confió que, en aquel momento, la manera de abordarlo era suficiente hasta que se da cuenta, a raíz del brutal asesinato, por manos de los escuadrones de la muerte del sacerdote jesuita Rutilio Grande García, que el esfuerzo realizado había sido insuficiente, y que urgía dar un paso más, para detener la sangre derramada de salvadoreños inocentes, que ya había llegado al altar del templo. Así evolucionó Monseñor Romero: De una actitud quieta, moderada y pacífica, a un inquieto profeta con lengua de fuego. De arzobispo metropolitano de Palacio y cojines, a un Pastor que se enloda el ruedo de su sotana por su pueblo sufriente. De Pastor detrás del escritorio, pasa a ser Pastor que escucha, sin intermediarios, al pueblo afligido.
El asesinato del Padre Grande García, el 12 de marzo de 1977, a las pocas semanas de haber tomado posesión como arzobispo, conmovió las entrañas de su corazón. Despertó de inmediato, el profetismo dormido. Habló a los cuatro vientos, a favor de la justicia, la voz callada.
El Padre Rutilio era su amigo, admiraba su trabajo pastoral con los campesinos pobres y reprimidos. Esta labor social, en consonancia con la Doctrina Social de la Iglesia, incomodó a los poderosos, que interpretaron a su antojo, ser dueños de las tierras y las riquezas naturales del El Salvador, y que el resto-los pobres- de los salvadoreños eran sus esclavos, carentes de dignidad humana. Una de sus palabras en ocasión de recibir un doctorado Honoris Causa, en la Universidad Católica de Lovaina, exponía: “El mundo de los pobres nos enseña que la sublimidad del amor cristiano debe pasar por la imperante necesidad de la justicia para las mayorías y no debe rehuir la lucha honrada”.
Monseñor Romero aspiraba a la reconstrucción de su país y organizar un sistema verdaderamente democrático. Siempre condenó repetidamente los violentos atropellos a la Iglesia y a la sociedad salvadoreña.
Cada paso vivido por el joven Romero, revela el plan que Dios tenía con él. Abre los ojos a este mundo el día de la fiesta de la Asunción de María, 15 de agosto de 1917. (Este año, 2017, es el Centenario de nacimiento). La Virgen María acompañó a este joven al sacerdocio, quien recibe su ordenación presbiteral en la Pascua del 4 de abril de 1942. Su ordenación episcopal, como Obispo Auxiliar, acontece en el verano de junio de 1970. Y su Toma de Posesión, como arzobispo de San Salvador, sucede en la primavera de febrero 23 de 1977.
La misa del Domingo de Ramos, el 23 de marzo de 1980, pronunció una encendida y valiente homilía dirigida al Ejército y a la Policía. He aquí un fragmento de su llamamiento final: “…Ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: “No matar”… En nombre de Dios, pues y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión”.
Al día siguiente, al caer el sol, hacia las seis y media de la tarde, durante la celebración de la Eucaristía, en la capilla de la Divina Providencia, una bala, llena de odio, le destrozó el corazón. Fue asesinado en el mismo altar, por un sicario francotirador. Tenía 62 años de edad.
“A mí me pueden matar, pero resucitaré en el pueblo salvadoreño”, había dicho recientemente. El martirio del ya beato, Monseñor Romero, floreció en la última semana de Cuaresma, en marzo, en el mismo mes que asesinaron, tres años atrás, a su amigo Rutilio Grande.
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