Cuando un hombre y una mujer deciden unir sus vidas con el vínculo sagrado del matrimonio, partimos y suponemos que el amor mutuo ha provocado la alianza conyugal irrevocable. Que no hay motivos ajenos a la naturaleza del matrimonio, el cual nace por el intercambio mutuo del consentimiento, realizado libre y voluntariamente.
Para el éxito del matrimonio no se exige ser súper hombres, o súper mujeres, no se exige tampoco haber alcanzado plena madurez, sino el mínimo de madurez suficiente capaz de cumplir los derechos y deberes y esenciales del matrimonio.
El noviazgo fue la antesala, donde un día el varón y la mujer adultos, -con testigos presentes-, juraron ante el altar, amarse hasta que la muerte los separe.
¿En qué momento la pareja descuidó rociar agua al jardín de su matrimonio? Porqué lo que fue siempre un oasis de amor, de paz y de alegría, de repente se ha convertido en un desierto triste y desolado. ¿Es acaso este su caso?
Recordamos que todo matrimonio pasa por diferentes etapas, estas pueden superarse si la pareja de esposo aun conservan su amor puro. Cuando el sí dado lo ha precedido: conocimiento verdadero y madurez humana. Entonces aun cuando en el oasis del amor penetren feroces aguas contaminadas, no podrán dañar el amor puro y original.
El amor de una pareja no será profundo, si antes de casarse solo dedicaron a explorar la piel y no a conocer el pensamiento, las virtudes, y las heridas del corazón de la otra mitad.
No es un secreto para nadie que no pocos novios antes de asumir el matrimonio, su amor no llegó a ser verdadero. Y penosamente se quedaron en la superficie de la relación, en las ramas sin llegar al tronco, equiparándose a un árbol seco. Quien así se ha comportado se ha quedado en la esfera del amor romántico, careciendo de la vena vital del compromiso y la madurez. Hay otros que permanecieron en un amor ciego. Nunca les interesó ni el pasado ni el presente de su media naranja, y cuando surgen las primeras dificultades, sucumben al abismo de una separación ineludible. Y se escucha decir: “Si yo hubiera sabido que mi pareja era así, no me hubiese casado”.
Cuando la pareja de esposos entran en la inevitable crisis conyugal, inicia-sin aparente final-, el camino por el desierto de la inseguridad, de la desconfianza y de la duda. Se siente un nudo en la garganta. Ayer, la pareja transitó por el oasis del amor, ahora ese amor trota en pleno desierto. ¿Cómo superarlo? ¿Dónde encontrar agua cristalina que calme la sed de la desesperación? ¿Qué decisión tomar cuando el sol embravecido pretende volver cenizas el amor?
Algunos reducen el amor a la dimensión humana, deponiendo la dimensión espiritual. Cristo es esposo de la iglesia. Somos pueblo de Dios que cabalga por los senderos de la vida.
Para lo que hemos puesto nuestra confianza en el Señor, estamos convencidos que “con Dios todo, y sin Él nada”. Conozco parejas que me han testimoniado que cuando han puesto el conflicto matrimonial en las manos del Señor, entonces Dios no se hace esperar. Una luz ilumina la noche oscura del desierto. Allí en el silencio de la oración sosegada, han hallado la respuesta adecuada que ha encendido el amor casi apagado.
Ahora bien no se trata de ignorar, que el camino emprendido desde el día que se juraron amor eterno, no se iban encontrar espinas, obstáculos o momentos desérticos. Por supuesto que sí. Pero la fe en Dios, la madurez humana y el amor verdadero, podrán vencer el demonio vestido de una “Celestina” o de “Angelito”. ¡Te invito, mi amable lector, a dar un paso valiente y decidido por tu familia! A dialogar sin pretextos las frustraciones y desilusiones. No dejar en la conversación temas sueltos, porque lo no resuelto podría generar una nueva crisis conyugal.
Por Pbro. Felipe de Jesús Colón Padilla
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