Según el brillante orador y pensador romano, Marcos Tulio Cicerón: «Nada hay tan veloz como la calumnia; ninguna cosa más fácil de lanzar, más fácil de aceptar, ni más rápida en extenderse »
Y yo digo:
La calumnia, «hermana gemela de la envidia», es el arma de los mediocres, el argumento de los perversos, la verdad de los degenerados, el parto perturbador de las lenguas letales.
El diccionario de la Real Academia Española (RAE), de su lado, define el término, estableciendo que calumnia es una:
1. «Acusación falsa, hecha maliciosamente para causar daño»
2. « Imputación de un delito hecha a sabiendas de su falsedad»
Independientemente de la naturaleza falaz de la calumnia, hay que admitir que el calumniador logra, en términos parciales, su propósito, por cuanto si bien podría parecer carente de credibilidad, siembra las dudas en el sujeto perceptor del mensaje calumnioso propalado. Opera, pues, como esas heridas aparentemente inofensivas o sin importancia: se sanan, pero queda la cicatriz.
Pablo Neruda, en su breve, pero muy aleccionador poema «La calumnia », la describe como sigue:
«Puede una gota de lodo,
sobre un diamante caer;
puede también de este modo,
su fulgor oscurecer,
pero aunque el diamante todo,
se encuentre de fango lleno,
el valor que lo hace bueno,
no perderá ni un instante,
y ha de ser siempre diamante,
por más que lo manche el cieno »
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