Partiendo del supuesto de que el hombre y la mujer, al prestar el consentimiento, el día de su boda, lo han hecho con entera libertad, que no ha habido ni coacción interna ni externa. Que entiende, quiere y desea obrar en consecuencia. Estamos hablando entonces, que el nacimiento de ese matrimonio ha nacido sano y no enfermo. Es de motivo de una verdadera alegría tanto para la familia como la comunidad, el saber, que nada se ha improvisado. Y que esta pareja durante el tiempo del noviazgo ha descubierto que se aman profundamente, que incluso pueden convivir en el futuro como marido y mujer, tolerando con paciencia los defectos y limitaciones de su media naranja. ¡Alabado sea el Señor! Si así usted ha asumido su compromiso matrimonial.
El causal segundo del canon 1095 contempla la incapacidad para prestar el consentimiento de aquellos que padecen “un grave defecto de discreción de juicio acerca de los derechos y deberes esenciales del matrimonio que mutuamente se han de dar y aceptar”.
Se observa aquí que el canon 1095, parágrafo 2, que si uno o ambos contrayentes prestan el consentimiento, siendo irrelevante que diga allí en el altar de la iglesia, “sí quiero”, “sí acepto”, pero tiene grave defecto de discreción, aunque quisiera conceder derechos y cumplir deberes esenciales conyugales, no podrá, pues uno o los de los cónyuges, no tienen ni siquiera el mínimo de madurez suficiente para cooperar por la entidad misma del matrimonio.
La discreción de juicio implica, además del uso de razón, el apto ejercicio de facultad crítica y estimativa, por lo cual el contrayente puede ponderar adecuadamente el negocio matrimonial no sólo teórico, sino también práctico, con relación a dar y aceptar las obligaciones y los derechos las obligaciones y los derechos, así como la capacidad de la libre determinación interna proporcionada a negocio de tanta importancia (c. Bruno, de 30 de mayo de 1986).
El grave defecto de discreción de juicio hace referencia a la inmadurez afectiva, y es una de las causales más frecuentemente invocada en los Tribunales Eclesiásticos. La inmadurez puede perturbar el proceso deliberativo e impedir la capacidad para autodeterminarse del sujeto.
No toda inmadurez connota falta de discreción de juicio, sino aquella inmadurez que por su gravedad psicopatológica lleve al sujeto a una imposibilidad moral de discernir.
La madurez, se mide y hace referencia al incremento y al desarrollo, y se mide por la plenitud; por el contrario, la discreción se refiere al uso, y su medida es la competencia. La madurez, sugiere idea de perfección; la discreción solamente reclama de “suficiente” y de “proporcionalidad” con las obligaciones conyugales.
¡Cuántos matrimonios han fracasado! porque uno de los contrayentes no tenía ni siquiera el mínimo de madurez suficiente para superar las inevitables dificultades que se presentan en la vida de los matrimonios. No hay duda de que se amaban profundamente, pero su inmadurez lo lleva a unos impulsos irresistibles, y no es capaz de autodeterminarse. Un matrimonio dañado, es de difícil recuperación. Se daña por los insultos, las infidelidades, las injusticias, la mala admiración económica, la ausencia de una vida espiritual, etc.
Monedero, en su libro: “Introducción a la Psicopatología”, nos dice que la palabra afectividad, connota la idea de aptitud de la persona para vivir y sentir afectos: pasiones, sentimientos, emociones, vivencias, estados de ánimo, alegrías, tristezas o angustia.
Una inmadurez afectiva, por tanto, dejará su huella negativa sobre la madurez de la persona y causará problemas sobre todo en aquellas relaciones humanas más sensibles a la influencia de los afectos y de los sentimientos.
Por Pbro. Felipe de Jesús Colón Padilla
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