Hay libros que dejan huellas indelebles. Estando en el cuarto de primaria –8 años de edad–, mi recordado profesor don Emilio Aparicio me presentó al Quijote, su Dulcinea del Toboso, el fiel escudero Sancho Panza y los molinos de viento. Ese mismo año me correspondió dar vida a Sancho en un delicioso sainete, mientras administraba justicia en la Ínsula de Barataria.
Por esos mismos días, mi abuela Alicia y mi abuelo Manuel me hicieron muy feliz al regalarme “Corazón” por Edmundo D’Amicis, el diario de un niño a través de su año escolar, en medio de una situación sumamente convulsa en su país, Italia, alternado con cuentos de aflicción y heroísmo, como aquel del pequeño patriota y aquel otro del pequeño vigía o el del pequeño escribiente. Asimismo, pusieron a mi disposición los veinte tomos de “El Tesoro de la Juventud” que consumí glotonamente.
La “Historia Sagrada” por G. Bruno, seudónimo que acostumbraban utilizar los Hermanos de La Salle para firmar sus obras, me abrió el mundo de la Santa Biblia en el séptimo curso –10 años de edad.
Ya en el tercero de bachillerato –14 años–, la “Historia de la Literatura Iberoamericana” por Arturo Torres Ríoseco fue uno de esos libros que prácticamente me lo aprendí de memoria y que conservo celosamente.
Al llegar a la Universidad de Notre Dame –15 años–, en el primer semestre, cursando la materia de Literatura Inglesa, tuve en mis manos por primera vez ese pequeño inmenso libro de Rudyard Kipling, “If” (“Si”).
De regreso en Santo Domingo, graduado en Finanzas –19 años–, conozco “La comedia humana” de William Saroyan, punzante y desgarradora, que no debemos confundir con su homónima escrita por Honoré de Balzac.
Conocí asimismo a temprana edad la obra de los poetas Héctor Incháustegui Cabral, Virgilio Díaz Ordoñez y Pedro Mir, que insuflaron en mí dominicanidad y dolor por la situación que vivía –¡que vive!– nuestro pueblo dominicano.
En el verano de 1967, una amiga muy querida me hizo un hermoso regalo: “Le Petit Prince” –“El Principito”–, la ingenua y aleccionadora obra de Antoine de Saint Exupéry, en su original francés.
Pasan varias décadas y muchos otros libros. Llega a mí “El Caballero de la Armadura Oxidada” por Robert Fisher, justo a tiempo para ser integrado a esos otros libros que me han marcado, y que me marca en vísperas de mis bodas de diamante con la vida, con sus tres imponentes castillos, el del Silencio, el del Conocimiento y el de la Voluntad y Osadía:
“La vida… ¿No te pareció amarga al principio y luego, a medida que la degustabas, no la encontraste cada vez más apetecible?”
“¿Cómo puedes cuidar de los tuyos si ni siquiera te puedes cuidar a ti mismo?”
“La lucha será aprender a amarte. Debes empezar por conocerte.”
“Estás empezando a ver las diferencias en otras formas de vida porque estás empezando a ver las diferencias en tu interior.”
“Cuando aprendas a aceptar en lugar de esperar, tendrás menos decepciones.”
“Uno no puede ver realmente hasta que comprende.”
“Ponemos barreras para protegernos de quienes creemos que somos. Luego un día quedamos atrapados tras las barreras y ya no podemos salir.”
“El conocimiento es la luz que iluminará tu camino.”
“¿Has confundido la necesidad con el amor?”
“El verdadero conocimiento no se divide en compartimientos porque todo procede de una única Verdad.”
“El conocimiento de uno mismo es la verdad y la verdad es más poderosa que la espada.”
Dicho en buen cristiano: “Y conoceréis la verdad, y la Verdad os hará libres” (Jn 8, 31).
Bendiciones y paz.
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